domingo, 6 de junio de 2010

Los árboles de mi infancia

En el blog Arbres Amics han colgado una entrada tristísima, que habla de la desaparición de un árbol mágico: la magnolia de la infancia de Joan Calsapeu. Resulta un texto demoledor, que me ha hecho llorar al ir recordando los árboles de mi infancia -mientras escribo esta entrada- y pensando qué sera de ellos, al ritmo que vamos.

El primero de ellos -casualmente hablé de ello en Facebook hace unos días, al descubrir esta foto que había colgado el amigo tramuntanauta (gràcies per deixar-me reproduir-la!)- es la morera de Massanella. La foto me hizo recordar vivamente mi infancia, pude sentir de nuevo la sensación de felicidad de ir pedaleando sobre mi bici roja hasta Massanella, a recoger hojas para los gusanos de seda. Un paseo entre los campos de secano que rodean Mancor de la Vall, el pueblo donde me crié. Guardo miles de recuerdos vinculados a esos caminos, tantas veces transitados caminando, corriendo, en bicicleta, durante dos décadas. Cruzándome con tanta otra gente que también salía a caminar. En aquellos tiempos, la gente no pagaba cuotas de gimnasio...

Casualmente donde vivo ahora hay una gran morera, exhuberante y monumental como aquella magnolia, y en esta época del año dos niñas en bicicleta se paran a recoger hojas. La primera vez que las ví se marcharon asustadas. Tuve que salir tras ellas para explicarles que vinieran cuando quisieran y cogieran cuantas hojas necesitaran. Prometo que les hubiera dado también un abrazo, tan agradecida les estaba por traer al frente recuerdos felices de mi propia infancia... La morera nos da la bienvenida todos los días, cuando abrimos la puerta para ir al colegio y a trabajar. Acoge a los pájaros que me despiertan con alegría todas las mañanas -no hay despertador que pueda superar el placer de escuchar esa melodía, solo una voz amorosa puede igualarlo-. Y nos regala su sombra todo el verano, lo cual la convierte en el sitio ideal para jugar al futbol o preparar una merienda. Me resulta imposible saber su edad, pero es sin duda la matriarca del jardín, y un hito en el barrio por su inmensa altura. Lo percibo como un ejemplar feliz, sano y robusto, que crece a su aire y guarda la sabiduría de otro tiempo. Cuando necesito pensar me siento a su sombra o dejo que mi mirada se pierda entre sus hojas, sé que al cabo de un rato todo se ve de otro color.

Otros árboles que también puedo recordar de forma nítida son los cipreses que había en mi casa. Porque aunque esa casa ya no sea mi casa, y sea la casa de otros niños ahora, siempre será mi casa... Los cipreses que había al fondo del jardín y junto a la escalera desaparecieron hace muchos años, pero aún puedo recordar perfectamente tantas horas a su sombra, sentada entre dos troncos. A veces jugando a cocinitas y a tiendas, con mi hermana, usando sus frutos y hojas secas como si fueran alimentos. A veces escondiéndome, con un libro en la mano, buscando un poco de paz. Cuando la palabra tiempo tenía otro significado, porque no se perdía, se dejaba pasar sin ninguna prisa...

También recuerdo los campos de almendros y algarrobos que rodeaban mi casa, y que eran nuestros rincones de juegos favoritos. Con mis hermanos y mis vecinos pasé mañanas y tardes enteras haciendo cabañas y creando escondites, llevando troncos y chismes de aquí para allá, probando alternativas y haciendo reformas, y sobre todo inventando historias. Con esa bendita habilidad que tienen los niños para disfrutar el presente, sin pensar en nada más y perdiendo la noción del tiempo. Se podía salir por la puerta de casa tras el desayuno y de repente escuchar una voz que nos reclamaba a comer. Uno de mis sueños recurrentes siendo niña (en el sentido literal del término, pero también un anhelo en el sentido que pensaba que sólo los mayores lo podían lograr) era vivir sobre uno de esos árboles, hacer una cabaña en la que fuera posible vivir y conseguir que tuviera un techo que no se hundiera sobre nuestras cabezas. Me alegra que los de Marlango se hayan animado a hacerlo realidad.



Otro árbol que asocio con mi infancia es el cerezo de Don Sebastián, un anciano que vivía en la casa de al lado. Nos dejaba entrar en su jardín a recoger y comer todas las cerezas que quisiéramos. Dicen que la fruta hurtada es la que mejor sabe (robatorum per menjatorum non est pecatorum, dicen), aunque no era el caso porque nosotros teníamos consentimiento, pero igualmente pasar un rato encaramados al cerezo ajeno en busca de las más maduras, y ponérnoslas como pendientes, fueron unos ratos deliciosamente festivos. Momentos de felicidad que deberíamos (debemos!) permitir que todo/a niño/a pueda vivir: el placer, el esfuerzo y el orgullo de cultivar y cosechar sus propios alimentos. En mi casa, por suerte, hay dos cerezos. Son pequeños y no podemos encaramarnos a recoger sus frutos pero cada año volvemos a lucir pendientes de cereza.

Soy la que soy, entre otras cuestiones, por el lugar en el que crecí y los árboles con los que conviví, y sé que le debo mucho a todos ellos. Justamente ayer 5 de junio era el día del medio ambiente, que este año se difundió con el lema "Muchas especies. Un Planeta. Un Futuro". Triste que debamos tener un día para recordar semejante evidencia. Quien no entiende que somos parte de la naturaleza, que dependemos de ella y que a ella nos debemos, y niega la responsabilidad que tenemos como individuos y como sociedad, es pura y simplemente un necio.